“En el teatro grecolatino los personajes se expresaban mediante
caretas que cubrían el rostro y exageraban ciertos rasgos. Se llamaban
‘personas’, en el sentido de que definían personajes dramáticos. Frente a lo
que se ha dicho, no servían tanto de altavoces como de realce de unos u otros
caracteres. Otra cosa fueron las máscaras, una voz
derivada del árabe, que significa bufón o payaso. Se
introdujeron en la Edad Media europea con una función parecida a los
carnavales. Se trataba de tapar el rostro para forzar el anonimato con una idea
más bien lúdica.
Las mascarillas son un
artilugio sanitario del siglo XIX para cubrir la boca y la nariz.
Se utilizan por médicos y enfermeras cuando se empieza a incorporar la noción
de que se pueden respirar microorganismos maléficos. Hasta bien entrado el
siglo XX no cunde la noción de la existencia de los virus.
En la pandemia de gripe de 1918,
ocasionada por un virus que nadie logró visualizar, se empiezan a
generalizar las mascarillas por algunas poblaciones. Bien
es verdad que su eficacia fue más bien dudosa. Sirvieron sobre todo como efecto placebo,
es decir, un efecto preventivo o profiláctico a través de la sugestión.
Ha sido la peste china actual
la que nos ha llevado a una especie de disfraz generalizado mediante el uso
prácticamente general en todo el mundo de las mascarillas.
Sigue funcionando el efecto
placebo, reforzado ahora por la más eficaz decisión
de mantener una cierta distancia física (malamente llamada "social")
entre los interlocutores o los asistentes a un acto público.
En España se recuerda que
Alfredo Escobar, marqués de Valdeiglesias, sempiterno director de La Época durante
la Restauración, utilizó el seudónimo de Mascarilla. Así firmaba
sus famosas crónicas sobre la alta sociedad. La mascarilla se asociaba más con
un disfraz que con un artefacto sanitario.
La generalización de las
mascarillas en nuestros días significa una intensa transformación de ciertos
usos sociales. En el lenguaje oral no solo nos hacemos entender mediante las palabras,
sino con los gestos faciales, principalmente en torno a la
boca. Con las mascarillas se rompe ese tipo de comunicación. A los que somos un
poco tenientes nos resulta difícil de entender todo lo que dice un interlocutor
provisto de mascarilla. No me imagino que un profesor de cualquier grado pueda
dar una clase atractiva provisto de mascarilla. Desde luego, no suelen recurrir
a ella los presentadores de la
televisión. Tampoco se sienten cómodos con el
artilugio los políticos cuando discursean. Si recurren a ella delante de las
cámaras de la tele es más bien para dar ejemplo de civismo sanitario.
Pasarán más o menos los
rebrotes de la peste china, pero quedará la costumbre higiénica de llevar la
mascarilla puesta en las situaciones de gran aglomeración de
público. Será la misma razón para que sigan funcionando los ascensores de los
grandes edificios de oficinas, los cruceros turísticos, los transbordadores,
las salas de espectáculos. Significará un hábito social nuevo. El problema más
grave será qué hacer con tantos desechos profilácticos, no solo mascarillas,
sino guantes, pantuflas y otros adminículos de plástico. No quiero pensar si a
esa gigantesca basura se añade un día la operación de desmontar los millones de
pantallas de metacrilato que hoy distinguen los lugares de afluencia de
público. Esa será otra peste simbólica difícil de erradicar”
…
He de confesar
que he llegado a sentirme muy incómodo cuando uso las mascarillas, porque, o me
dificultan la respiración, o me envían vahos a mis multi graduadas y vario focales gafas, o me incomoda también comprobar que cuando yo las utilizo
(tratando de comportarme como ciudadano responsable) hay algunas gentes
–abundando los jóvenes— que prescinden de ese artilugio textil, sedoso a veces,
flexible, y con unos nervios alámbricos que acaban clavándose en la nariz.
Pero, en fin, hay
que seguir las recomendaciones de los que se dicen expertos en materia de
pandemia (a veces dudo de si lo son y
qué título o grado les acredita), y someterse a la servidumbre, especialmente
cuando las gentes, se erigen en garantes del cumplimiento de la regla
“mascaril”, en lo que son adalides los conductores de autobuses urbanos, a
quienes siempre tengo la tentación de preguntar si son policías y rogarles la
exhibición de su carnet, dadas sus en bastantes ocasiones abruptas exigencias.
Bueno, a
propósito de las mascarillas, creo que se está cometiendo un tremendo error,
porque si ese elemento facial de supuesta protección se exige para evitar a los demás nuestros
efluvios víricos (hay algunos que dicen que esos artilugios hasta nos protegen de los ajenos), deberían
sacarse al mercado mascarillas protectoras frente a los abusos, descalabros e
ineptitudes del gobierno, que solamente sabe anunciar homiliéticamente
prevenciones y predicciones, y prometer sanidades, eso sí, con anuncios de
gastos y ayudas que es dudoso sean posibles porque se habrá agotado el “bolso” de los dineros.
Ojalá haya mascarillas de protección frente al gobierno, pero más aún las necesitamos frente a los
ministros y demás personajes de las administraciones públicas, que
evidencian su egoísmo y su incultura convivencial cuando se pelean cual
verduleras (que me perdonen las adorables profesionales así llamadas), se
niegan a lo que es evidente, mienten más que Pinocho, y rectifican cuando y
cómo les conviene, olvidándose de los ciudadanos, que vienen a ser para ellos como
aquellos diminutos bultos que el genial Orson Welles señalaba a Joseph Cotten
desde lo alto de la noria del Prater vienés, en aquella para mí magnífica
película de Carol Reed titulada “El tercer hombre”, pues esos
bultos eran
señalados fría y despectivamente como personas humanas que no eran más que esas
mínimas figuras que no merecían la menor consideración.
Para el gobierno y
sus ministros, en ocasiones somos igual o peor que aquellos “muñequitos” que se
vislumbraban desde lo alto de la noria.
Empero, las
mascarillas nos ofrecen todavía más una utilidad, y no pequeña, cual es
aislarnos de toda esa plebe insensata y descerebrada que en tiempos de feroz
contagio, ni respetan el uso de los protectores,
ni guardan las distancias, ni
se mantienen en el confinamiento cuando está ordenando, ni respetan los límites
de los viajes. Deleznable, de veras.
Aunque les cabe
un atenuante, cual es el ejemplo más inadmisible aún de los gobernantes y
dirigentes, no protegiéndose y menos todavía protegiéndonos.
Dicho todo lo
anterior, intento retomar la habitualidad de mis posts y especialmente deseo
esperar que las mascarillas pasen a convertirse en reminiscencias y recuerdos,
porque las pandemias sanitarias y sociales se hayan convertido en historia.
Pese a todo, cuidémonos...
Pese a todo, cuidémonos...
“Se piensa que lo justo es lo igual, y así
es; pero no para todos, sino para los iguales. Se piensa por el contrario que
lo justo es lo desigual, y así es, pero no para todos, sino para los desiguales”
Aristóteles (384 AC-322 AC)
Filósofo griego.
SALVADOR DE PEDRO
BUENDÍA
Magnífico artículo Ángel. Siempre es un placer leerte. Encima me asombras, a mi edad, con "palabros" nuevos para mí, aunque sean viejos y cotidianos para tí. Anunciar "homileticamente" ha estado presente entre nosotros y al menos yo no lo sabía. En este arte el Pare Vicent fue maestro, lejos de los soporíferos e infundado discursos que nos suelta el actual Desgobierno. Saludos
ResponderEliminarGracias, querido Julio, por el honor que significa tu lectura y comentario. Ojalá perviva la maravillosa costumbre de expresar y expresarse
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