“Dentro de cuatro meses se cumplirán 25 años -cómo pasa la vida- de ese 3
de marzo de 1996 en el que aconteció la “amarga victoria” de Aznar. Así quedó caracterizada en el título de mi libro
sobre aquella elección histórica, en justa correspondencia con la “dulce
derrota” de González, que se apresuró a
proclamar Guerra.
El resultado no fue, ni de lejos, el que casi todos esperábamos. Aznar se fue
a dormir al borde del llanto y Ana Botella se
sinceró ante su todavía común amigo Juan Villalonga:
“Cuando dejamos el gobierno de Castilla y León,
tuvimos que pedir un crédito para irnos de vacaciones. Y estos, que han hecho
lo que han querido, que han metido la mano en la caja, se van a ir de esta
manera. No es justo”.
Lo ocurrido esta semana en Estados Unidos tiene
cuatro grandes similitudes con aquellos hechos. La primera, el fracaso
reincidente de las encuestas. En España se
equivocaron en el 93, pronosticando un empate, cuando González ganó por cuatro
puntos; y se equivocaron aún más en el 96, de manera que los entre ocho y diez
puntos de margen del PP, se quedaron en
poco más de uno.
En Estados Unidos la cómoda ventaja de entre seis y siete puntos de Biden ha estado a punto de evaporarse, como se
evaporó hace cuatro años la de Hillary. De nuevo,
suspenso a la demoscopia.
La segunda similitud es el desprecio del incumbente hacia su adversario.
González ridiculizaba a Aznar, como Trump a Biden.
“¿Os imagináis a Aznar presidiendo la Unión Europea?”,
preguntaba sardónicamente el líder del PSOE en los
mítines, para obtener de la audiencia un “noooo”, tan coral como gregario.
Algo parecido a lo que hizo Trump, mostrando en Grand Rapids (Michigan) un vídeo
en el que el tartamudeo congénito de Biden era más perceptible de lo habitual,
para exclamar, entre las risotadas de sus seguidores: “¡Cómo me va a ganar un
tipo así!”.
La tercera coincidencia, derivada de la anterior, es el mal perder del derrotado. Si hay una imposibilidad metafísica, darwiniana casi de que “un tipo así”, tan poco
carismático, tan modesto en apariencia, derrote al gran líder en buena lid, entonces habrá que buscar otra explicación más enrevesada.Como el sistema electoral español apenas tiene grietas y el escrutinio lo
supervisó su propio gobierno, González se aferró a teorías de la conspiración
como la de la “pinza” –“Aznar y Anguita, la misma
mierda son”- o la del “sindicato del crimen”, en cuyo epicentro me colocaba.
Lo que Trump cuestiona es la limpieza del recuento del voto por correo y,
por lo tanto, el resultado mismo, desplegando toda una batería de acusaciones
histriónicas, como bombardeo previo a la ofensiva de su infantería jurídica.
Que Twitter haya marcado sus mensajes como “engañosos”
o que la propia Fox se haya desmarcado de
ellos, son buenos indicios de su inconsistencia.
La cuarta coincidencia, la más trascendente e inquietante, es la condensada
en ese “han hecho lo que han querido”… y no han tenido el castigo que se merecían,
explicitado a medias por Ana Botella.
El corolario castizo habría sido “…y se van a ir de rositas”.
En el caso del gobierno felipista, lo que ‘quisieron hacer’ e hicieron incluía el terrorismo de Estado, el saqueo de los fondos reservados, la obstrucción a la justicia o la protección a la corrupción circundante. En el de Trump, toda la inconcebible sucesión de agravios a los valores democráticos y abusos de poder sin cuento: desde los apaños con el Kremlin a la incitación a la violencia policial; desde la utilización de la Casa Blanca para promover los
Estamos hablando de que grandes ‘crímenes’, en términos políticos, han desembocado
en pequeños ‘castigos’ electorales, quebrando así el sentido de la proporción
entre el daño causado, o al menos percibido, y el veredicto de unas urnas,
anunciadas con la solemne trompetería del juicio final. Si ni siquiera en
el Valle de Josafat del final de una legislatura se
obtiene la reparación debida, todo sentido de la moral pública, toda fe en la
decencia de quien gobierna, se evapora en el éter de la resignación o el
cinismo.
Al menos, hace un cuarto de siglo, la “amarga victoria” de Aznar sirvió
para impedir que se perpetuara un régimen personalista que duraba ya trece
años. Aquella agónica investidura, a trancas y barrancas, dio paso a un tiempo
nuevo con oportunidades de regeneración, aprovechadas sólo a medias.
Ahora, en Estados Unidos, asistimos al esperpento de este caudillo machista
y xenófobo, tan hobachón por fuera, tan frenético por dentro, negándose a
aceptar el resultado de las elecciones y poniendo en marcha una espiral de
protestas callejeras, en la que ya aparecen manifestantes armados, mientras él
aprieta el gatillo de sus mayúsculas, gritando “FRAUDE” y “ROBO”.
Para 'Ubu Trump' la más zafia desvergüenza es una mera cláusula de estilo.
Tiene derecho, por supuesto, a apelar a todas las garantías del sistema, pero,
como gran parte de los propios líderes republicanos subraya, hasta la fecha no
ha aportado prueba alguna que sustente sus alegaciones.
Es significativo que la misma actitud le sirva tanto para pedir que se
dejen de contar los votos donde va ganando, como para pedir que se sigan
contando donde va perdiendo o que se vuelvan a contar donde ha perdido. Como lo es también que quien la misma noche electoral se apresuró a
proclamarse ganador sin cautela alguna, exija a Biden que no lo haga ahora
cuando la suerte de las urnas ya está decantada.
Es obvio que Trump no va a resignarse. Aunque la atribución de delegados en
el colegio electoral haya arrojado un triunfo claro de Biden, lo ajustado del
resultado en estados como Wisconsin, Michigan,
Pennsylvania o Georgia, en
los que la anulación de unos miles de votos supondría un vuelco de la
situación, prolongará la batalla en los tribunales y mantendrá la incertidumbre
durante semanas.
Al final, lo más probable es que Joe Biden se convierta, el 20 de enero, en el segundo presidente católico y de origen irlandés de los Estados Unidos y que en su Inauguration Day escuchemos un mensaje conciliador, plagado de connotaciones kenedianas y referencias a los Padres Fundadores y al sentido profundo de la democracia norteamericana.
Pero la posibilidad de intentar restaurar esos valores no habrá sido ni el
fruto de un mandato claro para hacerlo, ni sobre todo, la consecuencia de una
descalificación rotunda de quien los ha vulnerado con zafiedad y contumacia.
Ese es el actual drama americano.
***
Probablemente el idealismo de mi generación, respecto a los Estados Unidos,
esté basado en un precedente poco menos que irrepetible. Me refiero a la imagen
del helicóptero del dimitido Richard Nixon,
despegando del jardín de la Casa Blanca, como si estuviera siendo extirpado del
Despacho Oval, bajo el oprobioso zumbido de la culpa.
Era el 9 de agosto de 1974 y yo, que había seguido in situ y con fascinación aún adolescente los
acontecimientos, creí ver en el vuelo sin retorno de aquel abejorro la
plasmación histórica del programa radiofónico El criminal nunca gana,
que tanto me sobrecogía de niño.
La equivalencia entre “Dick el Tramposo” y Trump, es mucho más que fonética. Empezando, desde luego, por su enfermiza animadversión a la prensa y su endémica adicción a la mentira.
Sin embargo, ya sabemos que ahora no viviremos un desenlace reparador, parecido
al de aquella tragedia griega, en la que Gerald Ford ejerció
de mensajero de los dioses, para proclamar: “Nuestra larga pesadilla nacional
ha terminado”.
Lo recuerdo con el escalofrío de los creyentes en esa democracia que los
españoles aún anhelábamos importar: “Our long national nightmare is over”.
Quién pudiera repetirlo ahora, en las actuales circunstancias de nuestro país.
Pero tampoco en Estados Unidos ha terminado esta vez la pesadilla, ni mucho
menos. Al contrario. Aunque no se quede Trump -y hasta que le veamos salir, no
lo creeremos- se quedará el trumpismo, convertido, como acaba de escribir Fintan O’Toole, en una especie de versión
estadounidense del peronismo. Setenta millones de votos lo respaldan.
Es evidente que, además de las encuestas, nos hemos vuelto a equivocar
todos los empeñados en medir la política norteamericana por los baremos de las
pasadas décadas. La división entre el liberalismo de las dos costas y el
conservadurismo de casi todo lo que hay en medio, con el noreste de los Grandes Lagos y el “cinturón del óxido” cómo
árbitros, no es nueva.
La novedad es la radicalización de esa “Middle America”, embriagada por un
inquietante cóctel de nacionalismo barato, fundamentalismo religioso,
negacionismo climático, aislacionismo internacional y agresividad hacia todo lo
que rezume intelectualismo.
Ya sólo faltaba que el caudillo redentor cogiera la Covid y saliera a los
tres días de su sepulcro hospitalario, en un oportuno acto de resurrección,
justo a tiempo de subirse a la última ola de la campaña. Seguro que la
taumaturgia o la baraka del charlatán, que venció a la pandemia, le ayudó a
recortar tanto la ventaja de Biden.
***
Veremos hasta donde llegan las marrullerías de Trump, en su renuencia a
traspasar ordenadamente el poder. Lo que trasluce esa actitud es precisamente
la antítesis del patriotismo del que tanto alardea, pues supone negar la
quintaesencia de una comunidad nacional que lleva la unidad -y por lo tanto la
pluralidad- hasta en su razón social.
Es lo que denunció Casado en su
catilinaria contra Vox. El
“antipluralismo”, perfectamente extensible a Podemos o a los
separatismos identitarios. “All your strength is your union”, escribió Longfellow en uno de los pasajes de La canción de Hiawatha que más le gustaba recitar
a Lincoln. “Toda vuestra fuerza está en vuestra unión”.
El mismo Lincoln que proclamaba que “la unidad de los Estados” era un
mandato “escrito en el cielo”, y que eso le obligaba a “aplastar la rebelión”
sudista “por la fuerza”, dejó escrito en un sobre lacrado que si no lograba la
reelección -como daba por hecho que ocurriría, dado el mal rumbo de la guerra-
cumpliría “con el deber de cooperar con el presidente electo”, aunque se
tratara del general McClellan, al que
tanto detestaba, por su falta de ímpetu militar.
Remontándonos a los Padres Fundadores, nada ofendía tanto a Washington como que le achacaran motivos
partidistas en las grandes decisiones en las que siempre buscaba el consenso.
“No pertenezco a ningún partido”, aseguró su sucesor, John Adams, al imponerse por sólo tres votos a Jefferson, en una supuesta confrontación entre
federalistas y antifederalistas. Poco después escribió, desolado, a su
esposa Abigail: “Las rivalidades se han exacerbado hasta
extremos de locura”.
No sería ese un mal epitafio para la era Trump, cuando el último clavo
cierre su ataúd político. Seguro que él preferiría la famosa cita de Andrew Jackson -“He nacido para la tormenta y la
calma no me conviene”-, aunque no le llegue al “Viejo Nogal” –“Old Hickory”- en
integridad, valor y genuino patriotismo ni a la suela del zapato.
Pero, tras la ‘locura’ y la ‘tormenta’, puede en efecto volver la ‘calma’. Post nubila Phoebus. Y si alguien puede traerla o al menos impulsarla, desde el que sigue siendo el despacho más poderoso de la tierra, es Joe Biden, este hombre
Bien está lo que bien acaba. Al final puede que los Estados Unidos hayan
encontrado, de nuevo, un agónico camino para regenerarse, al sustituir, en
plena pandemia, a un líder que sabe muy bien lo que es el éxito por otro que ya
conoce muy de cerca el rostro del dolor”
(Publicado en “El Español”)
…
Por lo acontecido en los Estados Unidos de América, casi
resulta obvio que el histriónico, histérico, atrabiliario, manipulador y falso
derechista de Trump ha venido a recibir la adecuada réplica y sanción por parte de una buena
parte del electorado norteamericano, que se ha sustraído de tanta mentecatez,
tanta chulería barriobajera y tanta antidemocrática decisión del grandón
millonario, que hasta se tiñe los cabellos de rubio para encubrir las canas de una
cabeza que oculta una mente enfermiza y dislocada.
Ha tenido que ser el gris Joe Biden, casi un “obrero de
la política”, quien, desde la normalidad y autocontrol, ha desmontado la barraca
inestable del aparente extremismo de derechas trumpense que más bien encubría
un cesarismo a la americana, es decir, un egocentrismo sin fundamento ni menos calidad.
No quiero abundar más en el tema de las elecciones de
Norteamérica, que sobrados y más autorizados analistas hay en la viña del
periodismo, pero no me puedo sustraer a las reflexiones que lo acontecido me
suscita respecto del galimatías en que se ha convertido la política en España.
De una parte, Pedro I “el Sánchez”, investido por sí mismo del aura de omnisciencia y omnipotencia para redimir (en apariencia) al país, proclama siempre las bondades y eficacia de su gestión, mientras
De otro lado, el “diablo cojuelo” de Pablo Iglesias, el revolucionario iconoclasta
que vampiriza al entregado socialismo, se dedica a “matar moscas con el rabo”,
alborotando desde los ministerios de su manceba Irene Montero, de su valido
Garzón (el político, porque el juez del mismo apellido es aún peor), y de esos garrapateros
acólitos de Errejón y Monedero. Y de esta guisa, nos desayunamos un día con que
el español deja de ser la lengua vehicular oficial (ahora se atribuye eso a los
socialistas); que hay que liberar casi totalmente la eutanasia; que hay que
facilitar a las nenas menores de edad la posibilidad de abortar cuando y como
quieran, etcétera, etcétera. ¡Y la economía al garete!
En definitiva, quienes dicen gobernarnos se dedican, al más fiel estilo “trumpista”, a buscar tropelías que realizar, amparándose en
Lo dicho: el “desgobierno” de España nos está obsequiando
con toda la gama de barbaridades de que son capaces sus impresentables (casi
todos) miembros.
Tal vez, cuando por fin fenezca este actual gobierno, podamos repetir, y quizá alborozados, aquello que rememora Pedro J. Ramírez: “será una amarga victoria”.
Con ribetes de satisfacción, sin duda.
"Tras un recuento electoral, sólo importa quién es el ganador. Todos los demás son perdedores"
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
Agudo análisis Salvador de Pedro
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