Cada año, cuando el invierno ya va presentando sus blancas realidades en
España, y en Europa los ríos van helándose y las chimeneas siembran de aromas
de leña ardiente los entornos, llega una fecha que ni puedo ni quiero soslayar:
El 22 de diciembre.
Es en ese día, hoy, cuando me surge
la necesidad imperiosa de glosar, no a una persona ya partida de este mundo y
que ya ha alcanzado glorias canónicas, sino a una mujer que sigue entre
nosotros, inigualable, única; que en esa fecha, años atrás, en ambiente y
circunstancias bien distintas, vió la luz en su Kremenchuk ucraniano, para
después iluminar ella misma las aulas de la Universidad Médica Bogomolets, de
Kiev, y acabar expandiendo su profesionalidad, clarividencia y más aún su
bondad, en esta España nuestra, a la que viene aportando sus mejores esencias
como esposa, madre y médico
ejemplar.
Ecce el motivo de mi glosa en este día de hoy: Tamara,
la mujer, la digna sucesora andando los siglos de aquella Tamara, la Tsaritsa, clarividente reina de
Georgia, que alcanzó la santidad y que
gobernó con prudencia y sabiduría su
reino y supo extender la ciencia, la cultura, la convivencia y la paz entre sus
súbditos y los vecinos.
Hoy se trata de otra Tamara, ilustre como la predecesora en el nombre, y
que nos llegó hace ya muchos años desde su Ucrania natal y viene orlando esta
España tan suya y tan nuestra.
Se trata de una Tamara inolvidable, dulce, serena, firme, prudente,
generosa; en pocas palabras, un prodigio de mujer.
Prodigio de mujer, repito, a quien hoy, lleno de gozo, elogio, ensalzo y
felicito con todo mi corazón.
Y digo más: Imposible desear que llegue a reinar en mi vida. Ya lo hace;
que por algo es mi esposa.
¡Bien hayas, Tamara amada! ¡Bien hayamos con tu vida entre nosotros!
Por muchos años y por siempre.
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
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