Vaya por delante que desde que conozco Alemania –más de 30 años—siempre ha sido un país que me ha gustado.
En los ya lejanos tiempos en que la república federal Alemana era la Alemania conocida, porque la República Democrática Alemana (DDR) estaba en la órbita comunista y era casi un “coco”, ya hice bastantes correrías por la Alemania pro-occidental, especialmente el estado de Hesse, Frankfurt y alrededores y la zona del Rhin; y en los años 80, con motivo de una estancia en Berlin, aún aproveché para visitar la zona oriental y atreverme a alquilar un coche y llegar hasta Praga, a fin de "olisquear" la realidad de la vida en los países comunistas, que me resultó absolutamente decepcionante.
Ciertamente esa Alemania “comunista” contrastaba entonces con la “capitalista”, pero valió la pena conocerla, al igual que la entonces Checoslovaquia y su capital, Praga, porque hoy se puede comprobar cómo han evolucionado, para mejorar sin duda.
Bien, en el “periplo por Europa”, penetramos en Alemania desde la checa ciudad de Plzen (ya ni siquiera existe frontera o aduana entre Alemania y la República Checa) y llegamos a pernoctar a München, la capital de Baviera.
München es tal vez una de las ciudades menos tristes de Alemania, aunque a partir de las diez de la noche, si no es verano climático, la ciudad se sumerge en el silencio y la soledad.
Pero siempre es un placer pasear hasta la plaza del Ayuntamiento (Mariahilf Platz) y volver a contemplar el “alter rathaus”, o viejo ayuntamiento, y observar el bullicio de los turistas yendo a una u otra cervecería.
Obvio es decir que toda Baviera, y también su capital, están tan aparentemente bien organizadas, que uno se siente casi mejor que en España, aunque cuando comprueba que el servicio a los turistas está a cargo en buena parte de latinoamericanos y a veces árabes, que hay muchos turcos en labores de limpieza y que por las calles, cual “cucarachas”, deambulan las mujeres de esos turcos, envueltas en negro hasta los pies, con la cara tapada estilo burka, llega uno a pensar que el tan gran progreso que Alemania parece ofrecer también tiene sus servidumbres.
Bueno, volviendo a hablar sobre München, en esta ocasión decidimos ir a la Hofbrauerei, una gran cervecería a espaldas del viejo ayuntamiento, en la que, a los sones de una orquesta típica bávara, cientos de personas –la mayoría turistas— beben y beben cerveza y comen platos tipos en medio de una algarabía que a veces resulta ensordecedora.
Los camareros ya están acostumbrados, y sirven las grandes jarras de cerveza de barril (la bier von fass) con gran diligencia y no tardan demasiado en traer a la mesa los platos típicos que se anuncian en una bien surtida carta.
Es un placer beber esta cerveza coronada por una espuma que semeja nata, con un tenue y agradable amargor, compartiéndola con esas deliciosas salchichas bávaras y con los platos de cerdo ahumado cocido, o codillo de cerdo con el kraut o col fermentada; e inclusive el toepfspitzel, carne de vacuno cocida, sin olvidar las bolas o pelotas de patata, las salsas y los panes de mil clases.
El colesterol aumenta en esta ocasión, pero se olvida al recordar lo simpático y agradable que fue sentirse un poco alemán.
Después de pernoctar en München, iniciamos una ruta nada rápida, pero muy pintoresca, hasta Füssen, casi lindando con Austria (a donde se entra por Reute), donde se halla el famoso castillo de Neuschwanstein –el de Blancanieves en Disneyworld- que construyó Luis II de Baviera, el “Rey Loco”, que desde luego tenía la cordura propia de los dementes cuando eligió el maravilloso emplazamiento en lo alto de la montaña, sobre unos preciosos lagos alpinos.
Al castillo se accede mediante una caminata de unos dos kilómetros cuesta arriba, aunque hay un autobús y unos carros de caballos que transportan casi hasta el final del trayecto.
Los bosques que rodean el castillo demandan también el goce de un paseo.
Y el castillo es bonito por fuera, pero por dentro tiene unos frescos o murales en colores demasiado chillones, que parecen sin demasiada calidad artística.
No obstante, las colas para entrar al castillo, en pleno verano suponen una espera de hasta tres horas…
Desde Füssen, a cinco kilómetros del famoso castillo, la ruta por carreteras comarcales es una delicia, contemplando casas con su floridas balconadas –cual en el Tirol austríaco, que está a la otra parte de la montaña—y por esas preciosas rutas, se llega a la villa de Bad Oberstaufen, que para mi es el corazón del OberAllgau ( el Alto Allgau).
La población no es grande pero presenta una serie de edificaciones entre espacios abiertos, pequeños y coquetos, también (caros) hoteles, restaurantes de calidad y tiendas con artículos de “alto standing”, correspondiéndose con los habituales visitantes del lugar, que especialmente en invierno acuden allí para tomar los baños y gozar de la naturaleza, entre lagos y bosques.
La ventaja para nuestro grupo viajero es que esta población ya era conocida por mí, lo cual nos permitió degustar unas buenas cervezas de barril, “picando” al tiempo unas salchichas blancas, cocidas, no a la plancha, que estaban deliciosas.
Después de Oberstaufen, en ruta hacia Lindau, nos desviamos por Austria hasta Bregenz, una bella ciudad a orillas del lago Constanz, o Bodensee, en la que aún tuvimos el placer de pasearnos y cenar junto al lago, en un bello atardecer que permitía contemplar las cercanas riberas de Alemania.
En resumen, Alemania sigue valiendo la pena, aunque el sur, Baviera, resulta más entrañable, y no debe olvidarse el “rinconcito” de Bregenz.
Baviera, además, conecta mejor con los españoles, que siempre gozamos cuando hallamos un ambiente festivo.
Valió la pena el recorrido, que recomiendo a los que tengan las ganas y la paciencia de gozar del viaje en coche por esta carreteritas tan rodeadas de encanto.
“Aunque viajemos por todo el mundo para encontrar la belleza, debemos llevarla con nosotros para poder encontrarla”
Ralph Waldo Emerson (1803-1882) Poeta y pensador estadounidense.
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
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